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Requiem para Sergio Borja, también conocido como Capitán Flais (1964-2011)

El poeta, pintor, maestro, filósofo, padre de la escena del Jazz en San Cristóbal de las Casas y hombre libre de la Chiapas militarizada


Por Al Giordano
Especial para The Narco News Bulletin

19 de noviembre 2011

“hay una música
que sabe nombrar esa luz
que disipa la noche
y convoca a las palabras
a reunirse en el poema”

– Sergio Borja

SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS, MÉXICO: Miles de habitantes locales, turistas, periodistas, observadores de derechos humanos, antropólogos, arqueólogos y demás personas que han vivido o han pasado un buen tiempo en esta ciudad montañosa han disfrutado de la voz, la guitarra y las canciones de Sergio Borja, pero muy pocos lo conocen por su nombre. En el Bar Revolución, Dada Club u otros lugares él era el Capitán Flais, el líder de La Banda. Su profunda influencia en el arte, la música y la poesía de la región, de entre muchos otros talentos que se desprenden de estas profesiones, se siente más fuerte que nunca después del ataque cardiaco que se lo llevó el domingo 6 de noviembre a la edad de 48 años.

Durante su velorio del pasado 7 de noviembre, la pianista de jazz Patricia Reyes recordó a algunos amigos que en el año 2000 cuando llegó a San Cristóbal desde la Ciudad de México: “Casi no había donde tocar jazz. Los lugares locales sólo querían salsa o reggae. Sólo había dos lugares para hacer una fiesta, La Galería y Las Velas. Así que los conciertos se organizaban en las casas.” Ella conoció a Flais en una fogata una noche de luna llena, “De Músicos, Poetas y Locos”. “Flais era importante en ese evento y también pude conocer su trabajo a través de la revista ‘Las Hojas de Huitepec.’ Mucha gente conocía las canciones de Sergio Borja. Para él, el jazz llegó después. Siempre compuso con las letras y fue luego que descubrió a Coltrane y se enamoró del jazz. Entonces comenzó a componer canciones sin letras, pura música.”

Hoy, en 2011, hay veinte bares y restaurantes en San Cristóbal donde una nueva generación virtuosa de jazzistas toca a diario. El Capitán Flais estaba entre los pioneros que abrieron el camino y convirtieron este lugar en la capital mexicana del jazz.

Algunos de los talentos de los que él fue su mentor, como el genio de la guitarra Fermín Orlando, un nativo de San Cristóbal, eran adolescentes cuando Flais los acercó a la música de Miles Davis, Thelonious Monk y el resto de los grandes del jazz. Otros que llegaron a las filas de la banda del Capitán Flais fueron el bajista y chelista Otto “Dada” Anzures, de Tuxtla Gutiérrez; Enrique Martínez de Zinacantán, Chiapas; el trompetista jalisciense Rafael “El viejito” Cervantes; la cantante de jazz de Chicago Kelley Gaunt; y el violinista local Albán, cuyo arco nos trae los sonidos más increíbles de los trece cielos mayas a los insignificantes humanos en la Tierra.Todos son virtuosos improvisadores y creadores consagrados que han llenado escenarios desde la Ciudad de México, hasta la India y Europa. Fue Flais quien les dio el primer y mejor empujón. En 2005, todos fueron presentados como solistas en la banda de Flais, cuando la escena musical de San Cristóbal arrastró a este escritor a un torbellino.

Con los años, en una noche cualquiera, Flais desplegaba a sus músicos de primera clase para interpretar su catálogo de canciones propias. Otra noche, simplemente sería flanqueado por novatos tratando de mantener su ritmo. A Flais le alegraba llevar al escenario a principiantes para que aprendieran. Para él, más que la técnica o el sonido perfecto era más importante que los músicos crecieran y avanzaran en el dominio de la improvisación musical: Cada concierto era un ensayo, y cada ensayo un concierto.

Cuando empecé a tocar mis propias composiciones en los clubes de San Cristóbal con la banda Zapa-Sutra, había una gran reserva de talento por reclutar en proyectos musicales de jazz e improvisación. Cada talento con el que ensayaba o tocaba era mejor músico que yo, que por definición es la utopía de un compositor. El costo de vida aquí es lo suficientemente bajo para muchos de los músicos locales, es el único trabajo que necesitan. Suelen juntar unos 150 o 200 pesos (de 11 a 15 dólares) por noche, así como un constante flujo de nueva audiencia, musas y oportunidades debido a la afluencia de turistas en el pueblo. En San Cristóbal, cada día los músicos se reúnen, tocan, ensayan o asisten a las tocadas del otro, montan nuevas formaciones, componen y disfrutan juntos. Siempre está llegando sangre nueva, un trompetista o saxofonista, dinamizando la creatividad de todos. Y eso es lo que pasó en el rústico departamento-estudio de Flais. (Tal vez es demasiado llamarlo “rústico”; su cuarto de dos por tres metros era una caja en el último piso de una casa de ladrillos sin terminar, en la colina del barrio de El Cerrillo.)

Los músicos jóvenes a menudo dejaban sus inicios con Flais para formar sus propios tríos, cuartetos o lo que fuera, creando y tocando sus propias composiciones. Esos músicos se convirtieron en la columna vertebral de lo que hoy es la escena de jazz más vibrante que he conocido en cualquier lugar, incluyendo Nueva York o la Ciudad de México. Entrando y saliendo del ensamble de Flais en muchos momentos, o simplemente por el placer que daba al tocar, los músicos solían reunirse en el departamento de Flais antes del espectáculo. Él rasgaría un nuevo acorde o la extensión de uno viejo en su guitarra con cuerdas de nylon y los demás lo seguirían. Y luego todos saldríamos para conquistar la noche en conciertos simultáneos en varios locales de la ciudad.

Sergio Borja, también conocido como Flais, era una esteta cuya vida cotidiana estaba dedicada a la búsqueda de la belleza visual y auditiva. Los transeúntes lo veían en la calle o en el parque con su caballete y sus pinturas, pintando retratos y paisajes como los de Monet, a veces aprovechando para enseñar algunas técnicas a un pintor menos experimentado. Con gafas y flaco, llevando tenis y a menudo paseando por la ciudad con el estuche de vinilo de su guitarra, Flais era un atractivo turístico que a menudo parecía tímido ante la atención pública. Cuando una idea nueva le llegaba a la cabeza, la escribía en cualquier papel disponible. Más tarde la convertía en un poema o en una canción, o simplemente la dejaba a lado de su cama como un recordatorio.

Desinteresado por las cosas materiales, Borja nacido en Argentina vivió en México 25 años sin una visa. Esto le impidió viajar fuera de México, o incluso dentro del mismo país. En su poema “El Viaje”, escribió: “El viaje/no es sólo el viaje físico/de equipajes y autobuses/y habitaciones y espacios/de un cambiante caleidoscopio/que gira con la tierra.”

Contactada por los amigos de Borja después de su muerte, su madre, de 83 años, dijo que no había visto a su hijo en un cuarto de siglo, pero qué habían hablado el año pasado, y que recientemente le había mandado una de sus pinturas. La colección entera de la ropa de Flais cabía en dos estantes, y estaba envuelta en plástico para protegerla del olor de lo que fumara la siempre presente banda de músicos, poetas y pintores. Los pocos adornos y posesiones que tenía habitualmente estaban dentro de pequeños contenedores, cada uno en su lugar; lentes, gafas para el sol, uñas para guitarra, y las siempre omnipresentes notas que había escrito. Vivía sin refrigerador (como muchos lo hacen en ese clima frío de montaña) y su dieta era espartana: mucho pan blanco Bimbo, un cartón de jugo, y hot dogs perfectamente alineados dentro de un tupper.

Hace algunos años, le rogué a Flais que viniera a comer conmigo a un restaurante. Su delgado cuerpo y aparente malnutrición eran preocupantes. Esto requirió una repetida insistencia, y después de unas semanas aceptó a regañadientes luego de sugerirle una cocina económica familiar, el Alebrije, cerca del bullicioso mercado, en vez de algunos de los finos restaurantes turísticos que llenan la ciudad. Hicimos de la comida una fiesta juntándonos con otros músicos, y en el almuerzo cometí el error de expresar mi preferencia para que nos trajeran frescas tortillas de maíz hechas a mano en lugar de las más delgadas producidas a máquina. Apuntó su dedo hacia mí y luego al cielo, diciendo: “¡Toda la comida es bendecida!”

Una de las cosas que muchos de sus amigos supieron esta semana durante su velatorio y cremación era que, siendo un hombre más joven, Borja había entrado a un seminario y estudió para convertirse en un cura católico. Las letras de sus canciones eran muy positivas, regocijándose en lo que él vio como la bondad esencial de la vida; ya que de hecho podrían ser tocadas tanto en templos budistas como en iglesias cristianas. El sarcasmo no estaba entre sus guiones. Nunca lo escuché decir algo desagradable de alguien, a pesar de la configuración de este pueblo turístico, en donde los chismes crueles parecen ser el deporte favorito, y en donde la mejor defensa suele ser una buena ofensiva. La única vez que lo vi enojado fue en un centro cultural, cuando vio algunas tazas de café sucias e inmediatamente las llevó a lavar. Una se cayó de sus manos mojadas y se hizo añicos en el suelo. Yo aplaudí y grité “¡Bravo!” A lo que me respondió: “¡Yo NUNCA me alegro de la desgracia ajena!”

A pesar de esos raros enfrentamientos entre dos de los lobos más viejos de la escena musical local, Flais y yo nos llevábamos de maravilla. Un artista menor (y ha habido muchos artistas “guardianes de su territorio” frustrados en el camino de este escritor, periodista, organizador y músico) se hubiera sentido amenazado por la llegada de un nuevo cabecilla en su espacio y hubiera bloqueado la comunicación. Flais, de forma sana y natural, hizo lo posible para hacerme sentir bienvenido al ser el nuevo que comenzaba a tocar con algunos de sus músicos protegidos más talentosos. Lo que para él era más importante que su posición en el show (en el Bar Revolución siempre se paraba abajo del escenario mientras conducía a otros músicos arriba y abajo) era la tutela de sus discípulos musicales: Si estaban aprendiendo e inventando nuevos sonidos él se mostraba feliz por ellos. Era como si estuviera detrás viendo su propia pintura mientras las figuras se movían al ritmo y la pintura misma emanara los sonidos más sublimes. Se hizo amigo de otros músicos consagrados y los alentó a enseñarle a su equipo, gente como la mencionada pianista Patricia Reyes, el compositor y bajista Ciro Liberato, y el virtuoso de la guitarra Julio Flores, quien dejó atrás su vida de rockstar como bajista de la banda mexicana de ska Antidoping para volver a su ciudad natal de San Cristóbal y a dedicar sus talentos únicos a la guitarra de jazz. (Ellos tres y su trío, Ameneyro, tocaron en la Escuela de Periodismo Auténtico de 2011; también otros músicos mencionados aquí son como de la familia para esta publicación.) Muchos de los músicos jóvenes que aprendieron de Flais ahora enseñan a nuevas generaciones en el renacimiento del jazz de estas montañas.

El estado de Sergio Borja como inmigrante ilegal le impidió participar en cualquier actividad política. En 2005, aceptó una invitación para su banda en un evento público de La Otra Campaña zapatista durante las celebraciones por el día de muertos. En la víspera del concierto, lo canceló, alegando la falta de una visa -luego de haber vivido la expulsión de 400 extranjeros (principalmente observadores de derechos humanos y periodistas) en los años 90 debido a que el gobierno los vio como partidarios de los insurgentes rebeldes indígenas en las montañas alrededor de la ciudad, él fue inteligente al hacerlo. Y aún así lo definiría como un verdadero revolucionario, una vocación en la que no gritaba consignas, sino que la vivía. No despotricaba en contra de la cultura de consumo; la mantuvo completamente fuera de su vida diaria. No gritaba consignas; escribía gentiles poemas y letras de canciones con bellos arreglos y melodías. Pintaba trabajos impresionistas en lienzos en vez de graffitis en las paredes de la gente. No andaba por ahí tratando de demostrar lo mucho que “le importaban” los otros; le importaba de verdad, y trataba a todos los que se cruzaban en su camino con bondad y otorgándoles el beneficio de la duda. No se proclamaba a sí mismo anarquista, pero vivió y sobrevivió un cuarto de siglo sin registrarse ante ningún gobierno. Era un hombre libre en una Chiapas militarizada.

Desde la rebelión zapatista de 1994, San Cristóbal se ha convertido en una especie de Disneylandia para las organizaciones no gubernamentales, trabajadores de derechos humanos y periodistas. Sus organizaciones suelen competir por la atención mediática, financiamiento y por lo que llaman “acceso” al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su escurridizo Subcomandante Marcos. Todo esto para un perfecto coctel de chismes viciosos, murmuración y disputas sectarias entre las muchas ONG’s, organizaciones políticas y su personal. Yo tenía algunas cosas que hacer en ese pueblo en 2005 y 2006, antes y durante la Otra Campaña zapatista y su gira nacional para escuchar a la gente. Los músicos proporcionaban un escape perfecto y servían de escudo para el estridente fuego cruzado entre activistas políticos, eran como una especie de túnel subterráneo, una línea invisible de Bauhaus a través de la ciudad. Debido al nombre de mi banda la gente comenzó a llamarme “Zappa.” Más allá de la gran diversión y el sentido de componer y tocar música con grandes músicos, la escena del jazz proporcionaba la cubierta. A veces, algunos extranjeros me hablaban del periodista “Al Giordano”, y casi nunca les revelaba mi secreto. Algunos a los que nunca había visto antes afirmaban ser buenos amigos de ese escritor, y les pedía que me lo presentaran. No estaba mintiendo precisamente cuando respondía “soy su fan.” Todavía se acercan y me dicen “Nunca creí que fueras él.” Sentía que los músicos y el apodo que me dieron me habían proporcionado mi propio ático de Anna Frank para evadir las tropas de asalto de lo Políticamente Correcto y los mezquinos empujones que muchos activistas se dan entre sí.

Por supuesto que los músicos son famosos por su hedonismo, y la mayoría tendría que admitir que la tensión amorosa y sexual extra que viene con los conciertos es beneficiosa. En una Meca turística, es aún más el caso. Pero Flais era un anti Lotario, con muy pocos romances, y aquellos que tenía eran muy serios y les entregaba su corazón completamente para a veces ser destrozado; el proceso de enamorarse y desenamorarse era frecuente en sus letras. Una vez había en la ciudad una bella parisina, al estilo femme fatale de Audrey Hepburn por quien la mayoría de los hombres (y algunas mujeres) músicos se derretían, pero fue el afable Flais a quien buscaba. Cada día llegaba a su departamento, y escribía canciones frente a ella, al menos una para ella, pero si había algo más de que hablar Flais nunca lo dejo saber. El era una persona más que discreta.

Flais tenía otra cualidad que me gustaba mucho: El honor que le daba a sus mayores, colegas y predecesores: los poetas Francisco Álvarez Quiñones, Javier Molina y Juan Gallo de San Juan Chamula (de cada uno de ellos escribió en 1993), y el pintor y saxofonista Arturo Pacheco, entre otros. Flais alentó su participación intergeneracional con su alegre y joven banda. Hizo que los jóvenes se interesaran por ellos y por su arte. Mucha de la gente local fuera de la subcultura de la música bohemia conocía a Flais y lo apreciaba. Nuestra colega Mercedes Osuna y su madre, doña Paula, cuando les mencioné mi ida a la ciudad para el velorio, recordaron un mes de hace años cuando estaba editando un texto en su tienda, un mercado de ropa y artesanía hecha por comunidades indígenas chiapanecas. Él llegaba todos los días a la hora del almuerzo, y el astuto Flais se tomó el mes completo para terminar el texto. Estaban felices de alimentarlo todos los días, pero aún más felices de disfrutar de su alegre compañía durante esas comidas memorables.

Hace unos años, cuando Flais tuvo que mudarse del segundo al tercer piso de la casa en construcción donde rentaba un cuarto, escribió este poema: “Mudarse/aunque sea un piso/es como llegar de nuevo/de modo que a los pocos meses/todavía se duda/de la ubicación de una mesa/del cilindro de gas/de las macetas/y sí/mudarse es concederse una renovación espacial/imprescindible/y de paso poner a prueba la inteligencia/la practicidad/el estilo/además de ser una forma de limpia y renuncia/ya que siempre un cambio/de domicilio o de altura/deja escapar –y con razón–/las cosas que ya no nos necesitan.”

Si mudar sus pocas posesiones a la distancia de una corta escalera sacó eso de sí, sólo puedo imaginar lo que pasaba por su mente cuando se acercaba el plazo de dejar su domicilio por completo. No lo sé, pero me imagino que su decisión de no obtener una visa o legalizar su presencia en México servía a su aversión de viajar o mudarse a otra parte. Tenía excusas perfectas para no hacerlo. Ya había viajado lo suficiente antes de llegar a San Cristóbal hace más de dos décadas, pero aparentemente había decidido parar permanentemente aquí y canalizar su viajero interior a través de los vuelos de su música, palabras e imágenes.

Y puede que algunos no me perdonen por esta expresión particular de dolor o la forma en que lo diga, pero aquí va de todas formas: Todos sabían que Flais no solo vivía con humildad por un voto de pobreza; realmente era pobre. Todos sabían que la dieta de hot dogs y pan blanco no lo nutrían, y que cada vez se encogía más. Todos sabían que estaba siendo echado de su pequeño cuarto por 700 pesos al mes ($52 dólares) porque los dueños de la casa habían ahorrado lo suficiente para terminar la construcción del tercer piso, donde tenía su pequeño armario y percha (algunas de sus pinturas son de la vista de la ciudad desde sus dos ventanas; además de ser el anfitrión diario de músicos y otros amigos, también pasaba mucho tiempo solo ahí, pero la gente no veía esta parte del día). Todos sabían que el 6 de noviembre era el plazo para ser echado del lugar. Después de su muerte, pocos de sus amigos mencionaron que sabían que no se estaba sintiendo bien. Le dijo a uno que estaba orinando sangre desde hacía un mes. A otro le dijo que también cagaba sangre. A otro le dijo que sangraba de la nariz y boca. El resto de la comunidad a su alrededor escuchó esto cuando era muy tarde para darle atención médica. Después de su muerte, sus amigos encontraron una taza en la que había estado escupiendo sangre.

Lo peor del caso es que era un hombre que había dedicado mucho amor y atención en crear y construir una comunidad de música, pintura, poesía, amistad y cultura, y cuando las señales de alerta llegaron, esa comunidad no estaba lo suficientemente atenta para darse cuenta, y mucho menos ayudarlo. Hay un tipo de personas que no busca la atención médica a menos que se arrastrado de la oreja por el doctor. No señalo a nadie en particular. Todos somos culpables -aquellos de nosotros que ya no vivimos aquí pero no checamos o hicimos las preguntas adecuadas a nuestro viejo amigo y maestro y a nuestros amigos en común que prácticamente lo veían diario. Y ciertamente había personas que ayudaron tan generosamente a Flais de forma material, como su gran amigo, el antropólogo y músico británico Tim Trench. Dos días antes de morir, Flais se bañó, se peinó, se puso una camisa limpia y tocó la puerta del baterista Enrique Martínez y su esposa, la actriz y directora de teatro Barbara Guillén. En las que debieron haber sido las palabras más duras de decir, les preguntó si podía ir a vivir con ellos y sus siete perros desde el lunes.

Inmediatamente le dieron la bienvenida -¡con gran entusiasmo!- a su nueva casa y se pusieron a trabajar en la organización de su estudio, mucho más espacioso que su refugio anterior. Dijo que quería pintar un paisaje en una pared que un vecino había levantado, y que bloqueaba la vista de la casa. Esta y muchas otras eran las acciones de una comunidad “real”, o lo que podía haber sido la comunidad de artistas de San Cristóbal si hubiera tenido una postura más firme o más personas en ella. Pero una cosa que pasa al vivir en ciudades turísticas es que endurece el corazón. Las temporadas altas van y vienen, y con ellas la invasión de nuevas personas y talentos. En algún punto, todos los que han llegado y se han quedado han sido el sabor del mes y luego se establecen como uno más entre los extras. Luego llegan las temporadas bajas; los hoteles y bares se vacían, y los habitantes de todo el año se quedan solos entre sí -y con el conocimiento de que los demás vieron y chismearon las travesuras y encuentros de la temporada alta, debido a que la temporada alta siempre trae una bendita dosis de locura -una y otra vez. Uno termina despidiéndose de tanta gente que alguna vez fueron transeúntes que el corazón tiende a endurecerse, y en algunos se hace más mercenario, menos capaz de interesarse en algo o en alguien. El paraíso puede ser o no sobrevalorado, pero sin lugar a dudas tiene un alto precio.

En su poema, “El valor de las ventanas”, Flais escribió: “A través de esos grandes ojos/con los que también respira una casa/se disipa el miedo de las paredes/y se atenúan las fronteras gregarias/de la propiedad privada/una habitación despierta/se integra a la luz de afuera/deja de estar a solas y escondida/y se da cuenta de que está en una casa.”

El bombero local Inti, visitó a Flais el domingo para ayudarlo a mover sus cosas, pero lo encontró gravemente enfermo. Inti llamó a una ambulancia para llevar a Flais al hospital, en donde horas más tarde murió en los brazos de Barbara Guillén y Fermín Orlando. Esto fue en la víspera de su mudanza. Y cuando sus amigos llegaron a sacar las cosas de su cuarto, filmando cada paso y cada cosa para asegurar que nada sería robado, solamente encontraron 300 pesos a su nombre. Le pusieron play al Walkman que tenía conectado a las pequeñas bocinas, y encontraron una cadenciosa progresión de piano de Monk, que ahora sirve como soundtrack para ese triste y solo video.

Desafortunadamente para nosotros como especie, damos por sentado a nuestros visionarios mientras están vivos y los buscamos sólo en la muerte. Muchos de ellos tienen cualidades excéntricas, o se hacen los bufones u otros papeles como parte de su técnica para sacar lo mejor del otro. Muchos son adictos a algo (Flais no estaba ni en el alcohol ni en las drogas duras, pero algunos desaprobaban sus hábitos de fumador incluso cuando lo iban a escuchar y a disfrutar de su voz). A veces, Flais parecía el tipo de profesor despistado, tan preocupado en la búsqueda por conocimiento y belleza que se olvidaba de cuidarse a sí mismo. Estaba tan delgado que una vendaval podía llevárselo al cielo en cualquier momento. Bueno, tal vez lo acaba de hacer.

A los visionarios no siempre es fácil ayudarlos. Casi nunca piden ayuda; eso sería humillante. No hay belleza al imponerse a los demás. Pero me siento en gran parte como me sentí en 2004, luego del suicidio de nuestro colega periodista Gary Webb, pensando que la verdadera disfunción no está en lo hereje, sino en el resto de nosotros. La gente habla de comunidad, habla de amistad, parlotean sobre cómo que se “preocupan” por el otro y el altruismo y las buenas palabras y la importancia de las buenas acciones. Todo el mundo afirma ser un amante. Pero al final, somos una pestilente especie de egoístas y pequeños seres asustadizos; casi todos estamos tan absortos en nosotros mismos que incluso los que trabajan duro para parecer lo que les importa finalmente se revelan como brutos egoístas.

Aquí había un tipo, Sergio Borja, nuestro propio Capitán Flais, que realmente vivía la idea de la comunidad, que trató a los demás como le gustaba ser tratado. Él es el padre de la escena de jazz más vibrante en el continente, ¡y la construyó de la nada! Pero su atención al bienestar de los demás no fue recíproca, honestamente, ¿o sí lo fue? No llegó a cumplir los 50. Y no puedo decir que aún estaría vivo si la comunidad hubiera estado más atenta y sensible a la realidad de que nos necesitaba para cuidarlo un poco mejor. Siempre me lo preguntaré. Y es una sensación horrible, el tipo de pregunta existencial que le consultaría a Flais, buscando en él una especie de rayo de esperanza en la tragedia, que saliera del optimismo innato y la confianza en la gente. Su consejo y filosofía era lo que buscábamos en momentos como este. Pero ya no está aquí para brindárnoslo.

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