12 (22) años de zapatismo
Reflexión y críticas sobre una larga lucha por la democracia
Por Giovanni Proiettis
El Otro Periodismo con la Otra Campaña
21 de enero 2006
Cuando hace doce años, en la madrugada del Año Nuevo de 1994, siete cabeceras municipales de Chiapas, entre las cuales la colonial y turística ciudad de San Cristóbal de Las Casas, se despertaron tomadas por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el mundo entero se asombró por la noticia.
Pero ese acontecimiento, que parecía salido de la pluma de un maestro del realismo mágico, oscurecía un hecho no menos sorprendente: un ejército quijotesco de indios armados con machetes, viejos 30-30 de la Revolución y rifles de palo –quienes, en las palabras del escritor Carlos Fuentes, “hicieron blanco en el corazón de la nación”- había logrado organizarse y crecer en el más absoluto secreto, por nada menos que una década, en las profundidades de la Selva Lacandona. El acta de nacimiento del EZLN lleva la fecha del 17 de noviembre de 1983.
Mientras que la clandestinidad es una condición habitual entre las formaciones guerrillleras, no es usual encontrar guerrillas absolutamente secretas y desconocidas hasta de nombre. Aquella era la primera de una serie de sorpresas.
Era desde 1840, cuando en un precioso libro de viajes a la moda decimonónica, Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan, John L.Stephens y Frederick Catherwood describieron e ilustraron la región maya del sureste de México, que el nombre de Chiapas no sonaba en los oídos de Occidente. En la aurora de 1994, los zapatistas –no utilizo el término “neozapatistas” porque implica una fractura que nunca se dió: Emiliano Zapata nunca ha dejado de cabalgar en la conciencia de los mexicanos- enseñaron al mundo muchas cosas que habían quedado invisibles, atrapadas en los pliegues de la historia.
Por ejemplo, que la Revolución de 1910 nunca había pasado por Chiapas, debido a que una oligarquía gatopardesca de terratenientes siempre había optado por el bando de los vencedores. Que más de un millón de indios maya seguía sobreviviendo, a fines del siglo XX, en condiciones de extrema miseria, marginación y explotación, parecidas a las descritas en las novelas de Rosario Castellanos y B. Traven. Que la firma del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos, con el cual Salinas de Gortari pretendía llevar a México al primer mundo, había empujado a centenares de comunidades indígenas hacia el sendero de una guerra “desesperada pero necesaria” –como la ha definido el subcomandante Marcos- precipitando así una crisis de magnitud histórica.
Pocos han logrado describir esa fractura, comparable por profundidad sólo al trauma de la Conquista, como Ana Esther Ceceña:
“El 1º de enero de 1994 es el día en que el tercer milenio irrumpe en México. Esperanzas y desesperanzas se anuncian en la confrontación entre dos horizontes civilizatorios distintos: el de la construcción de la humanidad y el del neoliberalismo. El sujeto revolucionario, el portador de la resistencia cotidiana y callada que se visibiliza en 1994, es muy distinto al de las expectativas trazadas por las teorías políticas dominantes. Su lugar no es la fábrica sino las profundidades sociales. Su nombre no es proletariado sino ser humano, su carácter no es el de explotado sino de excluido. Su lenguaje es metafórico, su condición indígena, su convicción democrática, su ser, colectivo.”
En la frecuencia política e ideológica, pero también a nivel personal, el zapatismo ha mareado a muchas cabezas. En particular entre los “huérfanos” de 1989. Desde el primer momento se reveló una nueva, grandiosa utopía, digna de existir cuando menos como levadura de la conciencia humana. El último, gran humanismo incluyente que se arma para escapar a la vorágine de la aniquilación, hacia donde lo empuja la locomotora neoliberal. Una legión de liliputienses que reclaman su derecho a existir. El primer ejército de liberación que no lucha para la toma del poder, sino que “se contenta” de instaurar la democracia. Que no se proclama vanguardia sino compañero de camino de la sociedad civil. El único ejército que aspira a deponer las armas y los pasamontañas esperando que nunca más sean necesarios.
El cortocircuito amoroso entre los zapatistas de Chiapas y los demócratas de todo el mundo ha sido fulgurante y universal. No encuentro mejor ejemplo para explicar el neologismo glocal que el de los zapatistas: un fenómeno totalmente local, generado por las condiciones específicas de un territorio y de una situación, que atrae la atención de la aldea global –y contribuye al frente antagonista- por tanto tiempo. Y que aprovecha de las nuevas tecnologías.
En Internet rebotan las consignas de una nueva utopía que, a diferencia de la de Thomas More, encuentra rápidamente lugar en la conciencia colectiva: “mandar obedeciendo”, “un mundo donde quepan muchos mundos”, “caminar preguntando”. El zapatismo enciende las fantasías de los jóvenes revolucionarios, que ven un nuevo Che en el sub Marcos, y asombra a los viejos revolucionarios, que husmean como bestia rara a “un movimiento armado que no tiene como referente al Estado sino a la sociedad.”
Lejos de representar una suerte de refrito de teología de la liberación condimentado con los residuos ideológicos de las derrotadas guerrillas latinoamericanas –según la primera, despiadada definición de Octavio Paz, que luego rectificó su postura- el zapatismo ha demostrado una capacidad de adaptación al cambio de las circunstancias que muchas organizaciones políticas quisieran tener. Es un recurso precioso, afín al mejor situacionismo de 1968 –aquel de “la imaginación al poder”- inscrito en su código desde el nacimiento, cuando un pequeño grupo de guerrilleros descontinuados –ya bastante démodés por los años ochenta- decide de indianizarse y se acultura a las fuentes del saber autóctono, aprende el funcionamiento de la democracia comunitaria, fundada en la búsqueda del consenso más que en la imposición de la mayoría, y adquiere una nueva visón, donde el hombre ya no es un medio sino un fin y la tierra no una propiedad sino una madre.
Es así que nacen los principios zapatistas de “mandar obedeciendo” y de “todo para todos, nada para nosotros”. Mientras que los once derechos reivindicados por su lucha –trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, autonomía, libertad, democracia, justicia y paz- nunca son amainados, las estrategias para conquistarlos padecen varias rectificaciones. El EZLN dio prueba de un gran instinto de supervivencia –la alternativa hubiera sido una autoinmolación testimonial- y detuvo el fuego ofensivo en contra del ejército federal luego de doce días de combates, acatando un explícito mandato de la sociedad civil, que inundó las calles de la ciudad capital, el 12 de enero de 1994, para detener el conflicto.
En estos doce años, los zapatistas han hecho dos consultas, movilizando más votantes que las consultas gubernamentales. En ambos casos, la sociedad civil que simpatiza con los zapatistas, ha impulsado la idea de su entrada en la arena política, cosa que han hecho sólo parcialmente, quedando como ejército.
La falta de apego al mandato popular no se debe tanto a la mala voluntad del EZLN cuanto a varios factores convergentes. Aunque, luego de la primera consulta en agosto de 1995, los zapatistas se hayan declarado a favor de la “construcción de una fuerza política no partidaria, independiente y pacífica”, el gobierno –y en eso las presidencias de Salinas, Zedillo o Fox han coincidido- nunca les permitió dejar las armas con una doble política de diálogo y acuerdos por un lado, y de constante militarización de Chiapas –con todas las plagas que ésta conlleva- por el otro.
En la primavera de 1995, al mismo tiempo que el Congreso votaba una ley de concordia y pacificación que reconocía impunidad y derecho de existencia a los zapatistas, el presidente Zedillo los hacía sentar a la mesa del diálogo de San Andrés, que concluyó en 1996 con la firma de los acuerdos nunca cumplidos por el gobierno.
En todo el periodo del diálogo de San Andrés, que representó un momento de encuentro y colaboración entre indios rebeldes e intelectualidad progresista, estableciendo una soldadura inédita en la historia de México, el gobierno ocupó militarmente Chiapas, descomponiendo su tejido social, formó y protegió grupos paramilitares lanzándolos a matanzas tristemente célebres como la de Acteal, sembrando el terror y provocando decenas de millares de desplazados, refugiados internos dejados a la caridad internacional.
Y ahora ni a ésta, pues la Cruz Roja suspendió a finales de 2003 la entrega de ayudas alimenticias al campo de Polhó.
En los mismos días, una misión de catorce embajadores europeos en México visitó Chiapas a la búsqueda de próximas inversiones. Antes de irse dejaron en la mano del gobernador Pablo Salazar Mendiguchía una donación de cerca de 15 millones de euros, inmediatamente destinada a la asistencia de 900 comunidades. ¿Las de los desplazados? ¡Qué va! Eran todas comunidades antizapatistas –los zapatistas, como es sabido, no aceptan “limosnas” del gobierno. Las pretensiones de las autoridades de desalojar recientes comunidades de refugiados de la región de los Montes Azules responde sólo a intereses transnacionales que pretenden instalar ecoturismo de lujo en la Selva Lacandona bajo el manto de organizaciones “ecologistas” como Conservation International.
¿Un plan de contrainsurgencia, para aplanar el camino al capital transnacional y sus megaproyectos, “aceitado” con el dinero de los ciudadanos europeos? ¿Es así que la Europa de los gobiernos festejaba el décimo aniversario zapatista?¿O habrá sido nada más una ingenuidad de los embajadores europeos?
Si han tenido que resistir a los embates de una economía de guerra –basta tan sólo pensar en la perturbación del ciclo agrícola provocada por la militarización de la Selva Lacandona y en otras secuelas devastantes como la prostitución, las enfermedades, el alcoholismo, la contaminación, la generación de empleos humillantes y malpagados, la división de las comunidades, etc.- los zapatistas, por otro lado, han podido contar en esta década con la solidaridad concreta de la sociedad civil nacional e internacional y con un continuo, valiosísimo intercambio de experiencias.
A partir de 1995, cuando el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, fundado por el obispo Samuel Ruiz Garcia, y luego la ong Enlace Civil empezaron a organizar campamentos de observadores internacionales en la zona de conflicto, decenas de millares de jóvenes de todo el mundo se han turnado en las comunidades zapatistas de la Selva Lacandona. Algunos llevaban el fruto de colectas de barrio, otros el mero trabajo manual, todos compartían un periodo, breve pero intenso, de inmersión en la vida de las comunidades. Un doble aprendizaje, un mutuo enriquecimiento, que sirvió tanto a los zapatistas como una ventana al mundo, cuanto a los internacionales, como una experiencia útil y positiva.
Y ha ayudado a contener la guerra sucia del ejército federal al precio, muy aceptable, de algunas decenas de deportaciones.
De acuerdo con estimaciones locales, la presencia más significativa en estos años ha sido la de los italianos, seguidos –en orden aproximativo de importancia- por españoles, vascos, estadounidenses, franceses, noruegos, alemanes, suizos, canadienses, japoneses, argentinos, brasileños, portugueses y un largo etcétera. Muchos de ellos han participado en proyectos de cooperación que van desde el campo educativo a la salud, a la comercialización de café y artesanías, a la alimentación y agroecología, hasta la reciente instalación de radioemisoras en FM.
Además de importante, la presencia italiana ha sido muy variada: congresistas solidarios –especialmente del Partido de la Refundación Comunista, como Ramón Mantovani- organizaciones nacionales, como los ruidosos ¡Ya basta! y los discretos Juan XXIII, comités de solidaridad (Turín, Bérgamo y la coordinación de Toscana en primera fila), sitos en internet, radios libres como Ondadurto de Brescia, grupos de parroquia, como los romanos de La Bufalotta, centros sociales y colectivos de toda Italia, universidades estatales, consejos comunales –como Venecia, Cinisello Balsamo, Empoli y Cinecittà-, representantes de administraciones locales y simples ciudadanos, como la activísima maestra Maria Nina, han contribuído a mantener vivo un importante canal de apoyo para los zapatistas. La lista completa no cabría en este espacio.
El hecho de que los zapatistas aún no hayan podido dejar las armas, enrocados en la autodefensa y la protección de las comunidades, no impidió los intentos, hasta ahora fracasados, de construcción de un “brazo civil”. Del Frente Zapatista, creado en enero de 1996, lo mejor que se pueda decir es que no respondió a las expectativas. Si la esperanza del EZ era la de dotarse de un futuro brazo político, el producto real no pasó de una cola.
Mucho más exitosa se ha revelado la práctica de la autonomía, el proceso de autogobierno y gestión del territorio de las comunidades zapatistas. Luego de la última traición institucional, cuando los tres poderes de la Unión han puesto un muro al reconocimiento histórico de los pueblos originarios, burlando con una ley-estafa el entusiasmo popular que había acompañado la grande marcha a la capital –la “marcha color de la tierra” de marzo del 2001, la más importante manifestación antirracista en la historia de México, según Carlos Monsivais- los zapatistas han optado por la práctica de la autonomía sin pedir permiso a nadie y lo han formalizado en agosto de 2003 con el nacimiento de los Caracoles, verdaderos organismos de autogobierno regional.
Símbolo del andar lento más seguro de los gasterópodos, representación de la espiral de la vida y del proceso de salida/entrada de la información, los Caracoles son las nuevas sedes de las cinco Juntas de Buen Gobierno, que están coordinando la administración de los municipios autónomos zapatistas. Es a las Juntas que deberán dirigirse, de ahora en adelante, todas las organizaciones que quieren presentar nuevos proyectos de cooperación. Serán ellas las que orientarán la sociedad civil en cuanto a las prioridades.
Las Juntas de Buen Gobierno representan un paso en adelante en el ejercicio de la autonomía, que los zapatistas en realidad nunca dejaron de practicar, confirmando que su verdadera esfera de acción es social y política más que militar, y se funda en la organización autónoma de las comunidades.
Al EZLN no hay mucha crítica constructiva que hacer. Los pocos errores cometidos en sus doce años de vida pública –como la desafortunada polémica entre Marcos y el juez Garzón- han sido corregidos brillantemente. El largo silencio adoptado en más de una ocasión frente a la verborrea del poder, expresó dignidad –un valor que los zapatistas han revivido a costa de grandes sacrificios- pero se reveló contraproducente en el plano político, donde todo espacio dejado libre es ocupado por otros.
Las actuales posiciones del máximo estratega zapatista, que ataca de frente en cada ocasión al candidato “de los pobres” Andrés Manuel Lopez Obrador y a su indefendible partido, el PRD, han producido cierto desconcierto y malestar en la izquierda, que se siente fracturada por posiciones tan radicales.
“Es la vieja historia de la izquierda que se hace daño a sí misma, dividiéndose innecesariamente”, afirma Elena Poniatowska, que, aunque siendo zapatista “de hueso colorado”, apoya la candidatura de Lopez Obrador y lo asesora en el campo de la cultura. “Aunque traten de descalificarlo como populista, Obrador es un hombre honesto y bien intencionado,” sostiene la escritora, “una verdadera rareza en la política mexicana”.
De hecho, el mandato del subcomandante de no votar por “la mano izquierda de la derecha”, como define al popular AMLO, no será previsiblemente acatado por muchos simpatizantes zapatistas, que no ven ninguna contradicción entre “organizar la sociedad desde abajo” e intentar el asalto electoral a la máxima institución.
Hay otras críticas –todas constructivas- que hacer al legendario subcomandante. Su política de alianzas no siempre ha sido afortunada, llevándolo a relacionarse con “amigos” oportunistas y a dejar de lado muchos aliados de valor, por no considerarlos políticamente importantes. Tampoco han levantado grandes aplausos la falta de reconocimiento a Evo Morales, que representa en todo caso un gran avance para el movimiento indígena continental, ni los ataques al PRD etiquetado como “un partido de asesinos” sin distinguir los líderes de las bases.
Sin embargo, las iniciativas sorprendentes, como es ahora la Otra Campaña, iniciada el 1º de enero desde San Cristóbal de Las Casas, además de relanzar la imagen de un líder carismático como el sub Marcos – que también es un muy buen estratega, una notable pluma y un verdadero puente entre dos mundos- siempre han hecho retomar cuota a los rebeldes con pasamontañas. Hasta reservarles un lugar destacado en el movimiento “globalifóbico”, que después de Cancún ha empezado a llamarse altermundista.
Convocada por la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, la Otra Campaña ha lanzado la bola que podría transformarse en una avalancha histórica: la formación de una red de todas las luchas y resistencias existentes en México, la creación de un frente anticapitalista y antineoliberal con un programa de lucha, la elaboración de una nueva Constitución. Sin olvidar la invención de un nuevo modo de hacer política que retome la ética.
Salida con vientos auspiciosos de la selva, la Otra Campaña está cosechando un doble efecto –político y mediático- muy ventajoso para los zapatistas.
A los zapatistas, que uno simpatice o no con ellos, no se les pueden escatimar varios méritos. Han empujado del trampolín a la democratización de México (y no hay Fox ni nadie que pueda detenerla en el aire). Han reactivado el derecho a rebelarse en un país que, a pesar de sus orígenes revolucionarias, lo había suspendido desde 1968, utilizando la guerra sucia y la matanza de Estado. Han enviado –y siguen enviando- al mundo un mensaje de dignidad, fuerza, respeto, creatividad y altruismo. Han reivindicado la presencia de la ética en la política. Han hecho resonar, por primera vez, las lenguas indígenas de México en el Congreso federal. Han combatido en contra de tradiciones retrógradas y promulgado una revolucionaria ley de mujeres. Han contribuído a la formación del Congreso Nacional Indígena, máxima instancia representativa de los 56 pueblos autóctonos de México. Su resistencia ha inspirado a todo el movimiento indoamericano, una fuerza creciente a nivel continental.
Los zapatistas también han reavivado el interés mundial hacia la cultura maya, divulgando en un lenguaje antiguo, nuevas certezas revolucionarias. Han suscitado una ola permanente de solidaridad internacional como no se veía desde la guerra de España. Han inspirado análisis, corridos, sitos web, tesis de licenciatura, reuniones de colectivos y centros sociales, libros, artículos, transmisiones de radio y documentales, propuestas de leyes, festivales de apoyo, iniciativas de hermanamiento, proyectos de desarrollo y manifestaciones de solidaridad en todo el mundo. Han sido nuestros invisibles compañeros de camino en todas las manifestaciones desde antes de Seattle en adelante. Nos recuerdan que los principios de libertad, igualdad y fraternidad, inseparables del derecho a la felicidad, aún no han sido cumplidos por ninguna revolución. Que otro mundo es posible, necesario, urgente. Y que es hora de ponerse a trabajar.
Giovanni Proiettis es corresponsal por El Otro Periodismo y Il Manifesto.
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