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La Gran Fiesta de la Mentira

La supuesta reducción de cultivos de coca en Colombia durante 2002


Por Augusto Fernandez C.
Especial para The Narco News Bulletin

22 de mayo 2003

El 27 de febrero de este año, el gobierno estadounidense y el colombiano, con el presidente Uribe a la cabeza, estaban de fiesta, un evento ampliamente reportado por los medios… celebraban con bombos y platillos, ante la comunidad internacional el hecho de que los cultivos de coca en Colombia se hubieran reducido en un 15 por ciento, por primera vez, en los últimos 10 años de operaciones antidrogas en el país. En el caso particular de departamentos como el Putumayo y Caquetá (en donde se encuentran la mayor cantidad de hectáreas) los cultivos se habrían reducido en un 50 por ciento.

El anfitrión… nada más y nada menos que el zar antidrogas estadounidense, John Walters, quien presentó un informe ante el Congreso de Estados Unidos en el que se muestra la reducción de 25.350 hectáreas de coca en Colombia a finales de 2002. El informe se sustenta en estudios adelantados por el Departamento de Estado y las fotografías satelitales tomadas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a través de sofisticados (costosísimos) sistemas de rastreo.

El informe dice que el número total de las hectáreas de coca -hasta agosto del año pasado- llegó el año pasado a 144.450, frente a las 169.800 que existían en el mismo periodo durante 2001. Walters le dijo al panel de congresistas del subcomité para el Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes que, incluso, se debían tener en cuenta las 40.000 hectáreas que se fumigaron hasta diciembre, pero que no fueron contabilizadas en el estudio.

De ésta manera -según el documento- se fumigaron 122.695 hectáreas. “Estas poco más de 122 mil hectáreas tenían un potencial para producir 650 toneladas métricas de coca. En el mercado, esos son 65.000 millones de dólares que dejan de llegar a los narcotraficantes y a grupos terroristas como las FARC”.

Entre tanto, días después de que Walters presentara el informe ante el congreso, la ONU entró a la fiesta anunciando una reducción del 30 por ciento de los cultivos de coca entre 2001 y 2002. Mientras más grandes se vean las cifras, mejor. Y más si se tiene en cuenta que desde mediados de la década de los noventa los cultivos de coca en Colombia venían registrando un aumento promedio del 20 por ciento anual. El año pasado tuvieron su crecimiento más alto: 25 por ciento.

A la celebración de esa “victoria importante” -como la calificó Uribe- se unieron el Ministro de Justicia colombiano, Fernando Londoño, quien, con el particular tono guerrerista que lo caracteriza, afirmó -durante una conferencia de prensa organizada por la Oficina de Naciones Unidas en Colombia y de acuerdo a varios reportes de prensa- que “el compromiso del presidente Uribe para suprimir permanentemente la coca de nuestro territorio es irrevocable. No se trata sólo de resolver un problema, sino terminar con una pesadilla para el pueblo colombiano”.

Entre tanto, Luis Alberto Moreno, embajador de Colombia en Estados Unidos dijo al periódico El Tiempo de Bogotá que en el caso del Departamento de Putumayo comienzan a tener efecto los programas de sustitución de cultivos. “Si uno mira departamentos como el Putumayo, las siembras de coca, después de que se hace la fumigación no llegan al 30 por ciento y buena parte de eso obedece a que los programas de desarrollo alternativo están siendo efectivos. Todo esto demuestra el éxito del Plan Colombia”.

También se pronunciaron, visiblemente contentos, Klaus Nyholm, de la Oficina de la ONU contra el narcotráfico en Colombia, y Paul Simons, Secretario de Estado Adjunto del Departamento de Estado. El primero afirmó -durante la conferencia de prensa con el ministro Londoño- que “La reducción se debió a los programas de desarrollo alternativo y al mercado. Al sector agropecuario le fue bien con productos que subieron como el azúcar y el cacao, mientras que la base de coca bajó”. Simons, por su parte, dijo que “de sostener las medidas de erradicación habría una disminución continua que afectaría el precio y la disponibilidad de cocaína en Estados Unidos”.

Como era de esperarse -y como lo esperaba- el Presidente Alvaro Uribe se llevó la mayor parte de los aplausos, pues el zar antidrogas aseguró que fue desde agosto del año pasado, durante la posesión de Uribe, cuando se empezó a evidenciar la reducción de cultivos ilícitos y los resultados del Plan Colombia: “Nunca antes habíamos tenido un presidente tan comprometido en acabar con el narcotráfico y el terrorismo como Uribe. Si seguimos fumigando a estos niveles, para finales de este año habremos rociado más de 200.000 hectáreas. Esa es la meta. Además, el Plan Colombia empieza a mostrar que si puede alcanzar las metas que se fijaron cuando este se diseño”.

Todos coinciden en afirmar, además, que la ofensiva del presidente colombiano podría reducir la oferta de cocaína y aumentar los precios a largo plazo. Ello supondría el primer éxito del Plan Colombia desde que se lanzó en el 2000, incluyendo, supuestamente, un paquete de reformas sociales, económicas, judiciales y políticas

La celebración se cerró con la autorización de Uribe -henchido de gloria- para aumentar la concentración de glifosato (el herbicida tóxico utilizado en las fumigaciones), a pesar de la oposición ante esa medida mostrada por el Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes.

Tras la Cortina Negra de la “Cruzada Heroica”

Pero tras el esplendor la fiesta de los gobiernos colombiano y estadounidense se esconde una cloaca sucia que nadie se atreve a destapar… la de la Guerra contra las Drogas. Y para ver lo que hay adentro es necesario sacar toda el agua sucia. Así que, apreciados lectores, vamos por partes:

1. Al perecer no hay unidad entre las cifras de reducción de cultivos ilícitos en Colombia, presentadas por la CIA y el Departamento de Estado ante el congreso estadounidense y las de la ONU. Mientras para los primeros, quedaron a finales de 2002 -luego de la erradicación- 144.450 hectáreas de coca frente a las 169.800 que había al finalizar 2001, lográndose así una reducción del 15 por ciento, para la ONU en el 2002 quedaron 102.000 hectáreas, en comparación a las 144.807 al finalizar el 2001, lográndose así una reducción del 30 por ciento. ¿Por qué la ONU hizo público su informe una semana después de que el zar antidrogas, John Walters, hubiera presentado sus cifras ante el congreso? ¿Por qué hay tanta contradicción entre las cifras de una institución y otra? ¿No es extraño que se haya producido una reducción tan rápida en tan sólo unos pocos meses (en marzo de 2002 el mismo gobierno estadounidense había mostrado un incremento del 25 por ciento de las plantaciones ilícitas)? ¿Será que había cierta prisa de la CIA y el Departamento de Estado por mostrar ante el Congreso cifras de erradicación cada vez más altas? ¿Esta prisa no tendría que ver con el hecho de que del Congreso Estadounidense -en su informe del mes de enero- haya puesto en tela de juicio la eficacia de los diferentes sistemas de medición de cultivos ilícitos en Colombia utilizados por cada organismo. ¿Será que detrás de la prisa está el temor del gobierno estadounidese y de sus instituciones ante la posibilidad de que el Congreso de ese país decida cortar el presupuesto del Plan Colombia (calificado por la ONU como la estrategia contra el narcotráfico más importante de Latinoamérica) calculado en más de 2 mil millones de dólares?

2. Con respecto a la veracidad de las cifras, Martha Gutiérrez, abogada colombiana experta en el tema de cultivos ilícitos, dijo a Narco News: “Inflar cifras ha sido política histórica de todos los gobiernos en Estados Unidos. Eso en este momento le interesa, uno: porque tiene que justificar ante su Congreso los recursos que se han destinado y que se están necesitando para la política antidrogas, que incluye la erradicación y aumento del pie de fuerza para combatir a los guerrilleros; tiene que justificar los presupuestos en ayuda técnico militar. Después del fracaso en la guerra de Irak, tiene que empezar a justificar eficiencia en otras políticas mundiales, la eficacia en la guerra antiterrorista y en una política antidrogas que no es completamente aceptada por los efectos de las fumigaciones con glifosato”.

Y ya el 28 de febrero, un día después de que el zar John Walters presentara su informe, la celebración comenzaba a empañarse. Varios gobernadores de los departamentos de Colombia más afectados por los cultivos ilícitos, hicieron declaraciones al respecto -publicadas en el periódico El Tiempo-, y no precisamente a favor. Parmenio Cuéllar, gobernador de Nariño, dijo: “Ojalá sea cierto lo que se dice en el informe de Estados Unidos, pero en Nariño los cultivos han crecido. De los 64 municipios del departamento, 50 tienen cultivos de coca. Eso demuestra que la fumigación trasladó el problema del Putumayo a Nariño”. Por su parte, Iván Guerrero, gobernador del Putumayo, se mostró preocupado debido a que los cultivos se están desplazando hacia la región selvática del Amazonas, en la zona limítrofe con su departamento, donde la presencia del Estado es cada vez más escasa.

Entre tanto, Floro Tunubalá, gobernador del Cauca, dijo -también a El Tiempo- que “las entidades encargadas del problema deben demostrar con hechos que los resultados del informe y de la fumigación son reales”. Eso sin contar que el gobernador del Tolima, Guillermo Alfonso Jaramillo, afirmó que la coca está empezando a llegar a las zonas cafeteras de ese departamento. Los gobernadores, además, rechazaron unánimemente la estrategia de fumigación con glifosato y pidieron más programas de desarrollo alternativo, ante el anuncio del gobierno Uribe de continuar con las aspersiones.

Y si de respaldar estas opiniones se trata, aquí está lo que Eder Sánchez -líder cocalero del Putumayo y vicepresidente de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC)- le dijo a Narco News: “Es verdad, sí hubo reducción de coca en el Putumayo, y quizá más del 50 por ciento. Se calculaba que para el 2001 existían aproximadamente unas 40 mil hectáreas. En el presente año según el gobierno quedan más de 13 mil. Pero, lo que sí es claro es que aumentaron en la misma proporción en otros departamentos como el caso de Nariño y Amazonas; incluso se habla de cultivos en la frontera con Ecuador y Perú”.

Ante estas críticas surgen interrogantes como los siguientes: ¿Se está solucionando a fondo o no el problema de los cultivos ilícitos en Colombia, a través de la erradicación aérea? ¿No evidencia el desplazamiento de los cultivos, la ineficacia de la cruzada antidrogas en Colombia? Teniendo en cuenta el inminente aumento de las plantaciones de coca, ¿a qué pretendía jugar el Ministro Londoño, cuando -según un cable de Reuters- dijo el martes de la semana pasada: “Este ministro no está tan loco cuando dice que para fines de año Colombia no será, porque no puede ser, exportadora de cocaína en cantidades industriales”? ¿Será acaso mitómano el ministro? ¿Por qué ante las pruebas del fracaso de la cruzada antidrogas, no se hace más énfasis en otros mecanismos de erradicación como los programas de desarrollo alternativo, en lugar de aumentar las aspersiones, como ya se anunció oficialmente? ¿Obedecerá esta insistencia a la concepción, difundida por los medios de comunicación comerciales, de que ésa es la única forma de acabar con “el flagelo del narcotráfico”? ¿O más bien a que el Plan Colombia se constituye como el pretexto perfecto para incrementar las políticas intervencionistas en Colombia, que buscan recrudecer la guerra contrainsurgente, proteger los intereses de las grandes multinacionales petroleras, mineras, agrícolas, etc., y otorgarle más dividendos a corporaciones militares privadas como la DynCorp que, por cierto, cobra alrededor de 635 millones de dólares por su “colaboración” en labores de fumigación y “otros servicios relacionados”?

3. Otro aspecto del “glorioso informe” para poner sobre la mesa es la siguiente: el zar Walters dio a entender en él que el “triunfo” de la erradicación en 2002 era importante en el sentido de que “las 122 mil hectáreas tenían un potencial para producir 650 toneladas métricas de coca. En el mercado negro, esos son 65.000 millones de dólares que dejan de llegar a los narcotraficantes y a grupos terroristas como las FARC”.

¿No será ésta una afirmación netamente guerrerista del zar antidrogas de Estados Unidos, teniendo en cuenta que si bien varios estudios muestran que las FARC cobran un impuesto a los campesinos por las plantaciones de coca y amapola, así como a narcotraficantes que establezcan laboratorios de procesamiento de clorhidrato de cocaína en sus dominios, ninguna institución del gobierno colombiano o estadounidense ha podido demostrar que las FARC participen en las restantes fases del proceso y comercialización, tal y como indica Pedro Santana[1], en su texto titulado “Narcotráfico, violencia y derechos humanos: las dificultades del prohibicionismo”? ¿Esto no evidencia la escasez de argumentos para calificar a este grupo armado como “narcotraficante” o con un término muy de moda entre las fuerzas militares: “narcoguerrilla”. ¿Por qué no se dice que si la guerrilla está controlando estos territorios es por la escasa presencia del Estado en ellos? ¿Por qué en los informes institucionales siempre se nombra muy superficialmente a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), cuando el mismo jefe paramilitar Carlos Castaño, como también se indica en el texto de Santana, ha admitido que varios de sus comandantes han participado en el tráfico y la comercialización de drogas?

¿Conocerá el zar antidrogas el caso de la masacre de Mapiripán, departamento del Meta, en 1997, cuando Lino Sánchez -el Comandante de la Brigada Móvil No. 2 del ejército, que operaba en la zona- planeó, junto con el jefe paramilitar Carlos Castaño, la decapitación masiva de los habitantes de esa población con el supuesto objetivo de acabar con las FARC y garantizar el control económico de las autodefensas sobre los cultivos ilícitos del departamento vecino, es decir el Guaviare, según investigaciones de Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación?

Además, si los informes gubernamentales plantean que los grupos armados al margen de la ley se están beneficiando con dineros del narcotráfico, ¿por qué no se dice que hay muchos miembros de la fuerza pública, encargada de llevar a cabo “la heroica cruzada antinarcóticos”, que también se han enriquecido, pero a costa de los dineros del mismo Plan Colombia, tal y como lo demuestra una investigación que abrió -desde junio del año pasado- la Procuraduría General de la Nación contra un general, 11 coroneles, 11 mayores, 12 capitanes, cuatro tenientes, así como suboficiales, agentes y personal civil de la Policía Antinarcóticos, que estarían implicados en el caso del desvío de dos millones de dólares entregados por Estados Unidos para la lucha contra el narcotráfico? A todo esto, valdría la pena agregar dos preguntas que el sociólogo y periodista colombiano Alfredo Molano, lanza ingeniosamente en uno de sus múltiples textos: “¿Cómo es posible que hayan salido miles de toneladas de cocaína, por ejemplo, y sigan saliendo sin que las autoridades se den cuenta? Y si se dan cuenta, ¿cuántos millones de dólares han ingresado en sus cuentas como soborno?”.

4. Definitivamente en lo que sí tiene toda la razón el zar, es en decir que: “Nunca antes habíamos tenido un presidente tan comprometido en acabar con el narcotráfico y el terrorismo como Uribe. Si seguimos fumigando a estos niveles, para finales de este año habremos rociado más de 200.000 hectáreas. Esa es la meta. Además, el Plan Colombia empieza a mostrar que si puede alcanzar las metas que se fijaron cuando este se diseño”. Efectivamente… Uribe ha mostrado un gran compromiso, o mejor, una extrema sumisión frente a las políticas intervencionistas del gobierno estadounidense (recordemos que fue uno de los pocos presidentes latinoamericanos en apoyar, incondicionalmente, la guerra contra Irak). Esto queda claramente demostrado, cuando prefiere imponer salidas policiales y militares a problemas como el del consumo de drogas -que podría ser tratado como un asunto de salud pública- y el de los cultivos ilícitos -que en algo se solucionaría si se generaran alternativas económicas eficaces para mejorar la subsistencia campesina.

Aquí, habría que hacer un breve inciso para subrayar que más allá de éstas posibles soluciones “a corto plazo” se encuentra una que definitivamente resolvería el problema de las drogas desde cualquiera de sus manifestaciones (producción, tráfico y consumo), y que se resume en una sola palabra que hace temblar a los gobiernos del mundo que están a favor de las políticas prohibicionistas: legalización. Pero, ¿por qué a esos gobiernos, especialmente al estadounidense, se les pone la piel de gallina ante esta posibilidad, que ha sido contemplada no sólo por organizaciones antiprohibicionistas, sino también por sectores sociales y políticos más bien ortodoxos (valdría la pena recordar el caso de la revista británica The Economist, cuando en su edición del 26 de julio pasado -apoyándose en las declaraciones de Keith Morris, ex embajador británico en Colombia, quien declaró “inganable, cara y contraproducente” la continuación de la guerra contra las drogas- abogó por la legalización)? ¿Es que acaso no se dan cuenta -o no quieren darse cuenta, o se dan cuenta pero se hacen los que no- de que es la manera más inteligente de acabar con el inmenso poderío de las grandes mafias internacionales que controlan el negocio y que, por cierto, tienen gran influencia dentro de la banca internacional? ¿Hasta cuando los gobiernos prohibicionistas dejarán atrás ese discurso hipócrita -que ya ni siquiera ellos se creen- basado en que las drogas se constituyen como en el principal flagelo que atenta contra la juventud?

¿No se ha comprobado que en algunos países europeos la legalización ha llevado a la disminución de riesgos en el consumo, e incluso del consumo mismo; a la reducción del tráfico clandestino en las calles y, por consiguiente, de los altos costos que éste genera? ¿No piensan esos gobiernos prohibicionistas que al hacer legal la producción misma se podrían solucionar los problemas económicos de los campesinos que viven de los cultivos de coca y amapola, si éstos pudieran entrar a competir libremente con otros productos agrícolas del mercado mundial? ¿No será que estos gobiernos no temen a que la juventud caiga, sino precisamente a la caída de los precios que generaría la legalización misma de las drogas? Y en el caso particular del gobierno estadounidense, ¿no será que con la legalización se quedaría corto de pretextos para continuar aplicando sus políticas intervencionistas en los países latinoamericanos?

Por ahora, volvamos al problema de las salidas militares impuestas por el presidente Uribe. Una de las más peligrosas ha sido la de las aspersiones aéreas de cultivos ilícitos con glifosato, que son vistas, desde la doble moral de Washington y el gobierno colombiano, como la salida más efectiva al problema. Pero los campesinos colombianos que viven de esos cultivos -porque el Estado no les ofrece más alternativas-, los indígenas que han visto sus territorios sagrados envenenados por los químicos de las fumigaciones e, incluso, los campesinos que intentan trabajar sus plantaciones legales de pancoger (expresión que se refiere a plantaciones de hortalizas, tubérculos y granos que se encuentran en los patios de casas campesinas y que sirven, básicamente, para el autoconsumo), piensan muy distinto. Ellos no parecen estar invitados a la fiesta, aunque igual, tampoco les interesa ir…

¿Erradicación de Cultivos Ilícitos o del Medio Ambiente Lícito?

Inmediatamente después de haber conocido el informe de John Walters, Uribe anunció que autorizaría el incremento en la concentración de la dosis del glifosato… y nada logró sacar la idea de su cerebro, cada vez más cerrado a las críticas de los gobernadores del sur del país, el Defensor del Pueblo, organizaciones de derechos humanos, ambientalistas, campesinas e indígenas. Sin contar los pronunciamientos de la comunidad internacional -como la Comisión Europea- y de muchos sectores de la sociedad civil que piden el cese absoluto de las fumigaciones.

Y las manifestaciones de protesta no son para menos, con el desplazamiento de los cultivos también se desplazan las fumigaciones y con ellas los daños inminentes al medio ambiente. Lo demuestra la historia. Como lo señala Elsa Nivia[2] en su artículo “Fumigaciones inducen más siembras de cultivos ilícitos en Colombia”, publicado por Mama Coca: “Colombia es el único país americano donde se ha aceptado la estrategia de la erradicación forzada con fumigaciones aéreas de Roundup y otros surfactantes como CosmoFlux y CosmoInD y es donde más han crecido las siembras, particularmente en 1999, año en que el presidente Pastrana anunció el Plan Colombia. Al analizar la dinámica de las hectáreas de cultivos de uso ilícito identificadas y las erradicadas durante el período 1992-2001, se concluye que bajo fumigaciones las siembras anuales son mayores, porque tarde o temprano el área erradicada ha sido sustituida e incluso superada”.

Respecto a la ineficacia de las fumigaciones , Martha Gutiérrez asegura conocer una técnica muy comentada por campesinos, colonos e indígenas del Putumayo: “cuando tienen conocimiento de que se aproximan las fumigaciones, arrancan las matas de donde están sembradas y las esconden lejos de las plantaciones. Cuando terminan las fumigaciones, dejan pasar un tiempo y sacan nuevamente las plantas escondidas, que no mueren tan fácilmente, para volver a sembrarlas”. Tal parece que entre más se incrementa la dosis del glifosato es menor su capacidad para reducir los cultivos y, eso sí, mayores los efectos negativos -debido a sus componentes químicos- que genera sobre el medioambiente, junto con la salud de personas y animales.

Entonces, mientras entidades como la DEA -apoyándose en los “estudios” de entidades como la Organización Mundial de la Salud-, señalan que: “el glifosato es menos dañino que la sal común, la aspirina, la cafeína, la nicotina e incluso la vitamina A” -y mientras la ex embajadora de Estados Unidos en Colombia, Anne Patterson, manda cartas en respuesta a editoriales de periódicos que hablan sobre tutelas de organizaciones indígenas contra las fumigaciones argumentando que “el uso de glifosato en Colombia para la erradicación de cultivos ilícitos no representa riesgo para la salud humana o animal, ni tampoco ocasiona daños ambientales”-, otras investigaciones científicas -como las adelantadas por el biólogo y periodista colaborador de Narconews, Jeremy Bigwood- señalan que el problema es que no sólo se fumiga con glifosato, sino que éste se mezcla además con otros organismos que garantizan la erradicación definitiva de las plantaciones -por su contenido altamente tóxico- como Roundup, Paraquat y Spike (Tebethurion) que pueden llegar a permanecer en el suelo un año o más.

Según indica Elsa Nivia en su artículo: “El Roundup está, en varios países, entre los primeros plaguicidas que causan incidentes de envenenamiento en humanos. La mayoría de éstos han involucrado irritaciones dérmicas y oculares en trabajadores, después de exposición durante la mezcla, cargue o aplicación. También se han reportado náuseas, mareos y vómito después de la exposición, así como problemas respiratorios, taquicardia, aumento de la presión sanguínea y reacciones alérgicas”.

Aquí también valdría la pena mencionar otra brillante idea del gobierno estadounidense para erradicar los cultivos ilícitos: la aplicación del hongo Fusarium Oxysporum, que no sólo acaba con los cultivos de coca y amapola, sino también con el resto del suelo, debido a sus propiedades altamente tóxicas.

Estas investigaciones científicas se han visto respaldadas con las denuncias de la población civil, la mayoría de ellas, apoyadas por la Defensoría del Pueblo.

Una de estos casos, fue presentado por el Departamento Administrativo de Salud de la Gobernación del Putumayo en 2001, cuando esta entidad realizó una visita el 9 de febrero a la vereda “El Rosal”, en el municipio Valle del Guamuez. Allí se entrevistó al dueño de una de las fincas afectadas por la aspersión aérea con agroquímicos, quien aseguró que se encontraba en un potrero de su propiedad cuando las avionetas pasaban fumigando. Curiosamente, luego de la fumigación, comenzó a presentar una reacción dérmica con intenso escozor y dolor en la cara.

Además, el hombre señaló la muerte de gallinas, pollos y ganado porcino (dos cerdos recién nacidos) que fueron asperjados con el químico. Una observación de campo en la huerta de la casa comprobó la muerte de las matas de plátano, yuca, borojó, jardín y otras plantas que fueron objeto de la fumigación, y en consecuencia la sequía de varias hectáreas de pasto para ganado, así como de la quebrada que atravesaba el potrero de su finca.

Otro caso que se denunció hace dos meses fue el del departamento del Guaviare -hasta donde se han desplazado los cultivos que se encontraban en el Putumayo, y donde más se han incrementado las aspersiones aéreas. Mauricio Salazar, director de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y Oriente Amazónico, dijo a “El Tiempo” que: “en la comunidad se conocen muchas denuncias por destrucción de cultivos lícitos como también los de pancoger y de problemas de salud por afectaciones a personas y animales”.

Viendo estos casos, ¿estaría bromeando Anne Patterson, cuando dijo -en la carta enviada al periódico El Tiempo, el martes de la semana pasada, como respuesta a su editorial del 2 de abril- que “a pesar de numerosas investigaciones llevadas a cabo, ni una sola denuncia por daños a la salud humana como consecuencia del programa de erradicación aérea ha sido comprobada”?

Otra cosa, ¿se han preocupado las entidades que emprenden “la lucha antidroga” y llevan a cabo las fumigaciones aéreas por no hacer aspersiones en los resguardos indígenas, donde muchas veces no hay cultivos de coca, o donde hay unos pocos, porque son sagrados y forman parte del sistema de vida de culturas milenarias?

Según las denuncias presentadas por diversas comunidades indígenas, no es posible hablar de la mesura de las fuerzas antinarcóticos (ya sea policía o ejército) en el momento de fumigar. Es el caso de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC), que interpuso una tutela en junio de 2001 contra las entidades estatales -incluyendo Presidencia de la República- que apoyan la política de fumigaciones, argumentando que el gobierno no había estudiado suficientemente el impacto de las mismas sobre la salud y el medio ambiente. La tutela denunciaba además que no se había hecho una consulta previa con las comunidades antes de llevar a cabo las fumigaciones, pasando por encima de la Ley 21 de 1991 que ratifica el Convenio 169 de la Organización Mundial del Trabajo (OIT), sobre pueblos indígenas y tribales, que en su artículo octavo reza: “Al aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados deberán tomarse debidamente en consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario”.

En 2001, la tutela falló en contra de la OPIAC, pero a principios de abril de este año volvió a ser estudiada por la Corte Constitucional, que el martes 6 de este mes emitió un fallo que obliga al gobierno a hacer una consulta previa a los pueblos indígenas, tres meses antes de llevarse a cabo las nueva fumigaciones. En caso de que se haga caso omiso a esa resolución, la corte cuenta con las facultades para imponer sanciones a las entidades del gobierno implicadas en el asunto, así que, por lo visto, de nada sirvieron los argumentos que expuso la embajadora Patterson en su carta a El Tiempo.

Un dirigente de la OPIAC, que pidió se reservara su nombre, dijo al periódico colombiano “Actualidad Étnica”: “Las fumigaciones han afectado la seguridad alimentaria. Hay problemas en el ambiente. Nuestros ancianos saben que la coca no se puede acabar con más candela, se tiene que acabar endulzándola, refrescándola, enfriándola, por eso hay que cambiar de estrategias, mediante un compromiso serio y real entre nosotros y el Estado.

“Las fumigaciones en el pie de monte hacen que la gente se desplace hacia nuestros territorios. Nosotros vemos la Amazonía en dos aspectos grandes: el pie de monte amazónico -Caquetá, Guaviare y Putumayo- y la parte baja -Amazonas, Vaupés y Guainía. Si fumigan una hectárea, se abrirán paso otras tres dentro de la selva, tumbándola. En segundo lugar, la gran falencia de la política es que no ha logrado determinar el impacto real en términos ambientales. Nosotros rechazamos el narcotráfico y afirmamos que somos dueños antiguos de la coca en el amazonas; los pueblos todavía conservamos nuestras tradiciones, nuestra cultura, nuestra lengua, nuestro territorio…”, afirmó el dirigente de la OPIAC

Y si bien, parece que con los indígenas hay posibilidades de llegar algún acuerdo que facilite la solución del problema, los campesinos de la región amazónica no parecen contar con la misma suerte, según lo que se podría inferir con el testimonio de Eder Sánchez respecto a las fumigaciones del año pasado:

“Casi un 40 por ciento de lo que se fumigó fueron cultivos lícitos. El caso más concreto fue de palmito y pastos. Además, según nuestros campesinos, las hectáreas de coca que quedan son de los narcotraficantes, lo que indica que fumigaron en más de un 90 por ciento a los pequeños cultivadores de coca”.

Teniendo en cuenta el testimonio de Sánchez, cabría preguntarse: ¿Se está poniendo en práctica la famosa diferenciación entre grandes y pequeños productores -a quienes supuestamente se beneficiaría con proyectos de desarrollo alternativo- que se establece dentro del Plan Colombia? ¿Están realmente contribuyendo las aspersiones a combatir el lucrativo negocio del narcotráfico o más bien están estimulando su crecimiento, teniendo en cuenta la corrupción existente entre las mismas entidades que emprenden la Guerra contra las Drogas? ¿Por qué se insiste en criminalizar a los monocultivadores o “raspachines” que, entre otras cosas, recurren a los cultivos ilícitos como consecuencia directa de la concentración y el monopolio de la propiedad de la tierra que llevan a cabo las multinacionales extranjeras y principalmente las estadounidenses?

Proyectos de Desarrollo Alternativo o la Cola del Fracaso

Uno de los puntos más débiles dentro del informe del zar antidrogas, Walters, es justamente el que se relaciona con los programas de desarrollo alternativo, dirigidos a la población campesina. Tan débil es que varios congresistas estadounidenses rechazaron el documento pues consideran que el aumento de las fumigaciones ha dejado en un segundo plano este tipo de programas que cada vez reciben menos dineros del Plan Colombia.

El presidente Uribe dijo hace algunos días en un noticiero de televisión que “los programas de sustitución de cultivos con cacao iban a ser todo un éxito”. ¿Todo un éxito para quienes? ¿Para los campesinos o para las grandes multinacionales de chocolate como Hershey’s, que hizo ya acuerdos con el gobierno?

Y es que los pactos de desarrollo alternativo, según varios estudios de académicos y ONG’s, han sido un fracaso por varias razones:

  1. Entre los cultivos que se fumigan con glifosato también se encuentran los de pancoger, que supuestamente han sido el producto de ese tipo de programas.
  2. La mayor parte de estos pactos se han venido realizando con empresas privadas multinacionales, disfrazadas de ong’s, que al final dejan un muy bajo porcentaje de lo producido a la población campesina.
  3. Se dejan los programas empezados y no se siguen apoyando por falta de recursos… los mismos que el Plan Colombia invierte en la guerra.
  4. La mayoría de los pactos no son concertados entre el gobierno y la población indígena o campesina, como se quiere hacer creer a la opinión pública, tal y como ocurrió con el proceso de concertación entre el gobierno y los campesinos del Putumayo en 2000, cuando los segundos se comprometieron a erradicar manualmente la hoja de coca, pensando que el gobierno dejaría de fumigar. Pero el gobierno no cumplió y siguió fumigando la parte baja de la zona, mientras que hacía cumplir lo prometido a los campesinos por medio de amenazas, como bien lo explica Ricardo Vargas[3] en su texto titulado “Un enfoque desequilibrado: Desarrollo Alternativo y Erradicación: “En efecto, el gobierno impuso dos dinámicas a los cultivadores: plazos de un año para erradicar toda la coca comprometida en los pactos, bajo la amenaza de ser fumigados si incumplían, y unas decisiones sobre la política frente a los acuerdos, desarrolladas de tal manera que, en la práctica, terminaron por desmontar la concepción de desarrollo que tenía la propuesta originaria de las comunidades”.
  5. Muchas comunidades han sido reubicadas en tierras que no son aptas para el cultivo de productos legales, según lo plantearon varios dirigentes de comunidades campesinas que asistieron al Congreso Agrario celebrado en Bogotá, durante el mes de agosto.

Entre tanto, parece que los nuevos programas de desarrollo alternativo, creados por la presente administración Uribe, están mostrando su ineficacia, como lo explica Eder Sánchez: “Nosotros [los campesinos] tuvimos que hacerle una contrapropuesta al gobierno, que consiste en seguir cultivando mientras continúen las fumigaciones. Porque ya se supo oficialmente que el programa de los guardabosques [Creado por el gobierno Uribe, consiste, supuestamente, en entregar un apoyo de cinco millones de pesos anuales -aproximadamente 1800 dólares- a cada una de las familias que voluntariamente se comprometan con la no resiembra de cultivos ilícitos, la revegetalización natural y la conservación de los ecosistemas] no tiene recursos”.

Por su parte, Carlos Ancízar Rico, líder de la Acción Campesina Colombiana (ACC), dijo a Narco News que “Hay mucho escrito y hay muchas cosas bonitas enunciadas en los Planes de Desarrollo, pero que no se están realizando, y las pocas que se realizan, se realizan sin una participación real de las organizaciones campesinas y, por lo tanto, los efectos son inocuos”.

Para terminar, vale la pena preguntarse: ¿Buscan estos pactos negociar con la población campesina o más bien para calmar los ánimos y así desmovilizarlos? ¿Servirá esta estrategia para deslegitimar luego, lo que ya estaba firmado, a través de prácticas de guerra sucia, como continuar las fumigaciones?

¿Continuará la Fiesta?

Mientras se siguen lanzando cifras que se agradan y se reducen, según lo requiera Washington; mientras la pobreza sigue acosando a los campesinos cocaleros; mientras se pasa por encima de la cultura de los pueblos indígenas; mientras se invierten millones de dólares, -con los que se podría alimentar a miles de familias pobres de todo el mundo- en la “lucha antidrogas”; mientras se cometen cada vez más violaciones a los derechos humanos tras la fachada de una guerra absurda; mientras el consumo de drogas crece alrededor del globo; mientras sigue la pesadilla… la fiesta continúa para los grandes capos de las mafias internacionales que viven, cómodamente, lejos del subdesarrollo que les otorga tantos dividendos. Ahí están gozándose el 99 por ciento del negocio que tiene debidamente protegido el Banco Mundial. Ahí están, viendo a Uribe como héroe y tomándose unos ginebras bajo el Arbusto, o mejor, junto al Arbusto.

[1]Presidente de la Corporación Viva la Ciudadanía, Colombia. Integrante del Comité Organizador del Foro Social Mundial Temático (FSMT) en Colombia e integrante del Consejo Internacional del Foro Social Mundial.

[2]Ingeniera agrónoma. Licenciada en biología y química. Directora Ejecutiva de Red de Acción en Plaguicidas y Alternativas – América Latina (RAPALMIRA-RAP-AL, Colombia).

[3]Sociólogo colombiano especialista en el tema de cultivos ilícitos. Director de la revista Acción Andina y miembro del Transnational Institute (TNI).

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