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Andar las huellas de Francisco Villa

En Durango con la Otra Campaña Zapatista


Por Rodrigo Ibarra
El Rocinante de Troya

8 de noviembre 2006

Crónicas de un bus y un Sub. Bus postmoderno con 49 pasajeros (y todos los colores del arco iris en la izquierda de abajo) siguiendo al Sub en La Otra Campaña.

El Centauro

Un frío arrebol atrás de la montaña anuncia la proximidad del sol a su territorio. La ausencia de luz hiriente puebla la inmensa llanura de silencio. El azul del cielo comienza a forzar la retirada del gris que se aleja montado en un vientecito tímido, casi imperceptible, fresco y sin aroma.


Fotos: D.R. 2006 Rodrigo Ibarra
A lo lejos, tras de una escarpa pedregosa, aparece un resplandor.

Una larga sombra se mueve en el valle. Su paso es firme como su mirada, extendida implacablemente sobre el territorio de matorral interrumpido de cactáceas erguidas. Las pisadas del centauro resuenan delicadamente en el templado territorio rojo y terregoso.

Francisco Villa surca sereno el vasto valle de su natal Durango. Dentro lleva un océano de huracán. Cabalga y respira el desierto. La mañana se torna clara como su pensamiento, como la tarea que lleva en las cantinas de la montura de su corazón.

Serpenteando las rocas esparcidas miles de jinetes siguen la huella del caudillo. Comparten el camino y una misma tormenta. Lejos, atrás, sus milpas se queman de sol, las calabazas revientan, el frío resquebraja las vainas y los granos de frijol se pierden y se pudren entre los surcos arrebatados de maleza. La parcela se perdió hace tiempo. El hacendado la arrebató. Ellos la cultivaban amándola como a un crío carnal y ajeno. En ese desierto reseco el maíz se regaba con lágrimas arrancadas por el despojo. Ahora ellos cabalgan de espaldas a ese pasado doliente, pero avanzan con su sangre hacia la milpa. Llegó la hora. Con rifles construyen el puente a la justicia que les fue negada.

A media tarde el general Villa levanta el brazo y jala las bridas. Todos se detienen. Llegan a donde un negro cinturón humeante está tendido sobre el valle. A lo lejos, sobre la larga cinta algo se ve venir veloz. Es una camioneta multicolor seguida de un gran autobús. Ambos llevan pintadas palabras que hablan de las viejas nuevas injusticias, de presos políticos, de desaparecidos. El autobús, de una empresa turística, con letras rotuladas del color azul de la carrocería dice “VIP”. Con pintura blanca de zapatos las siglas se convirtieron en “Very Important Proletariat”.

Villa y sus Dorados, la infantería y las soldaderas los ven pasar. Con la mano sostienen sus sombreros para mantenerlos en su sitio ante la ráfaga del viento de cometa. Dentro del autobús veinte computadoras portátiles reproducen audios, videos, imágenes y textos del Durango de Villa en La Otra, de El Otro Durango.

Los jinetes hunden la espuela. El contingente avanza. Tienen un Díaz, un Huerta y un Carranza en su horizonte. El De la Huerta, el Obregón, el Calles y su prole: el PRI, el PAN y el PRD nos tocan a nosotros.

Un yugo de madera

Entramos a Durango por Gómez Palacio, La Laguna todavía. Miles de pozos, como gigantescas jeringas, chupan el agua del subsuelo para regar 40 mil hectáreas de alfalfa. Cinco millones de metros cúbicos de leche producen muchos millones de billetes. La leche se reparte, se distribuye. Los billetes engrosan las cuentas de los empresarios domésticos y extranjeros. Los campesinos en cambio dejan su tierra, su vida e identidad porque no tienen agua para regar. El frijol de temporal se paga a 4 o 5 pesos y además les deben parte de la cosecha del año pasado.

Luego llegamos a Durango, la capital. En un salón sencillo pululan jóvenes, anarquistas, comunistas, punks, skinheads. También colonos y campesinos. Las mujeres de la tierra de los alacranes hablaron con voz ardiente de “una sed, un hambre de justicia”. Se repitió la historia de explotación de las maquiladoras, de los jornaleros, de la carencia de empleos dignos, de los caciques, empresarios y narcos y sus mansiones. Descubrimos un aporte para la filosofía, la narcoestética; el gusto de los capos por un neoclásico abigarrado en sus mansiones de la exótica colonia Jardines de Durango.

Los caciques duranguenses vestidos de dólares tienen un funesto puente construido de madera con los indios tepehuanos (inum en su lengua). Los inum viven en la sierra y durante décadas sacaron la madera y construyeron su propio aserradero. Como consecuencia de las malas políticas forestales la sierra se sobreexplotó. Del aserradero tepehuano de Santa María Ocotán y Xoconoxtle salían tres o cuatro camiones torton diarios llenos de tablas y tablones o rollo. Tenían una fábrica de palo de escoba y otra de huacal para la verdura.

Los indios nunca han vivido de la madera, me comentó Juán Flores, indio inum. Vivimos de la milpa, de la tierra, del frijol. En el aserradero nomás los que trabajaban, como unos trescientos. En Santa María somos como veinte mil. Los repartos (el dinero que los comuneros percibían por la madera de su ejido) eran de a 50 pesos o 100 para cada familia. Lo de un seis y se acababa el reparto. Nos daban un reparto cada dos o tres años. Los encargados de bienes comunales recibían el dinero para los repartos a cuenta de madera y endrogaban al ejido.

Los industriales, los caciques de la madera como la famila Rincón, la familia Rosas Núñes, la Pérez Gavilán, se han hecho millonarios con el usufructo de la madera. Las fábricas de celulosa ya se acabaron el río Tunal, afluente del Santiago. Lo mataron con la contaminación. “Si las vacas toman agua del Tunal se mueren”. En Durango los ríos son ahora de dinero, pero son monopolio de las familias de los caciques depredadores.

De acuerdo a datos de la FAO, en México se pierden al año 615 mil hectáreas de bosque cada año. El índice de deforestación es de 1.2% anual, el doble de Brasil o Colombia. El índice de deforestación de Canadá es cero. La balanza comercial en cuanto a madera de Canadá tiene un superávit de 20 mil millones de dólares. México tiene un déficit de más de dos mil millones.

Hace 7 u 8 años se decretó veda forestal en Santa María Ocotán y Xoconoxtle. El estruendo de las máquinas del aserradero ahora es un ruinoso silencio. Quedan los tejabanes como fantasmas de un pasado de gran actividad, pero también de inequidad.

Juan Flores no quiere que se levante la veda. “Es por diez años”. Pero dice que si vuelven a trabajar la madera se van a acabar de nuevo el bosque porque los industriales no respetan las marcas. “Si hay 20 árboles marcados de ahí sacan 60”. Dice que el bosque se debe de trabajar sacando solamente los árboles viejos, los rayados, los que están secos. Yo como comunero no estoy de acuerdo en que se vuelva a sacar la madera como antes, dice Juan. Sería “darle el tiro de gracia a nuestro bosque”.

Ahora el territorio está en peligro. El ejido de Santa María ha sufrido un despojo y tiene un predio en un litigio que ellos dicen no entender. El gobierno les ha hecho cuentas y les sacó una deuda impagable. Ellos no saben cómo adquirieron esa deuda. Como consecuencia, parte de su terreno comunal fue embargado y rematado. Ellos lo quieren recuperar. “Somos gente de lucha” dice una mujer recia. “No nos vamos a dejar. ¡Ahí estaremos hasta la victoria siempre!”.

Epílogo

Dejamos Vicente Guerrero, estado de Durango, a cuyo municipio pertenece Santa María. Nos despedimos del general Villa con el saludo de los arrieros que a la vuelta se encuentran. Él no nos mira. Está ocupado tirando bala contra el opresor.

El autobús se encarama por la sierra sinuosa. Entra a territorio zacatecano. Por la ventana trasera del autobús vemos a lo lejos el cerro de sombrerete coronado por una nube solitaria que derrama una inusual lluvia, como un manto que se desgarra. Luego regresa el arrebol. Esta vez es rojo, como sangre.

Nos cobija la noche y nos da la bienvenida el viento frío que viene silbando desde el cerro de la Bufa. Sí, donde cabalga también mi general escoltado por Felipe Ángeles y Pánfilo Natera.

A lo lejos retumba en el cielo un grito carraspiento: ¡Viva Villa, cabrones!

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